domingo, 19 de julio de 2009


“…El deseo de que arda todo, de arrojarme a las llamas. La sensación de que la vida me hiere amargamente, que quiero destruirla, retorcerla, quemarla conmigo. Que quiero defenderme y devolver los golpes con tanta fuerza que corte todas las cabezas, que aplaste toda la perfección, toda la falsa calma, toda la ridícula belleza, todo el barniz superficial de la vida, su constante música burlona, sus colores, sus ropajes, sus escenarios, toda la parafernalia que nos engaña y nos ilusiona, prometiéndonos voluptuosidad y descanso. Odio la guerra, esta guerra que es la vida, y quiero tener la última palabra del horror, un horror tan grande que sea el final. ¡Ah! El final…bramo y respiro fuego, estoy furiosa de tanta persecución y duelo, de tantas escenas de irónica elegancia. Oh, la ridiculez de nuestras escenas, nuestras guerras de encajes y terciopelo, nocturnas para aprovechar la oscuridad, musicales para exponer el alma desnuda, tan bellas para que vibren las fibras nerviosas y el dolor cale más hondo…
Quiero un final, aunque sea el desmoronamiento de las piedras, la calcinación de la carne, la sofocación de los gritos, el final, el final, el final… ¡Clamo a la muerte!...” (Anaïs Nin) •

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